Asumiendo la victoria de la vida: una mirada en cruz

Asunción de la Virgen María

Para el día de hoy (15/08/10):

Evangelio según San Lucas 1, 39-56

(La cruz - que tanto tiene de dolor, de ignominia, de inhumanidad - desde Cristo se ha vuelto símbolo del amor mayor, y con ella nos identificamos los que tratamos de seguir sus pasos.

Esos dos maderos inseparables apuntan en dos direcciones: el más extenso, hacia arriba; el otro, hacia los lados.
Así es la mirada de María, y así debería ser la nuestra: una mirada en cruz.
Una mirada de buena esperanza, que tiene la vista fija en el cielo y no deja de mirar a su lado, a los hermanos, a los que están en este mismo plano tantas veces desigual.

Es un día de fiesta por la certeza de que el horizonte no es oscuro; por el contrario, la luminosidad futura alcanza el hoy y nos señala con un grito silencioso que el presente puede ser otro, y puede ser santo.
Es una fiesta de la sacralidad de la vida humana, esa vida que no perece, de la muerte que no prevalece. Fiesta del Sí perpetuo a la vida, alegría de sabernos creados, criados, cuidados y esperados.

Fiesta en la que nos reencontramos con lo sagrado en lo concreto, la realidad del cuerpo encendida con el alma en la plenitud del para siempre.

Fiesta de lo maravillosamente inesperado: dos mujeres ignotas, un caserío en las montañas, una muchacha judía de pies descalzos con la vida en ciernes en sus entrañas, una anciana casi abuela a punto de ser madre, la premura del servicio, el apremio que trae la necesidad del otro, una canción entrañable a un Dios magnífico defensor de los pobres y los humildes, decididamente enfrentado a los poderosos, a los ricos y a los soberbios, Dios Todopoderoso porque ama y pone sus ojos de ternura en los más pequeños... como María.

Allí palpita eso que llamamos Iglesia: dos mujeres reunidas por el Dios de la Vida, por amor, por servicio y solidaridad, aún en el medio de la nada, aún en donde nadie se animaría a esperar nada, brota como manantial la alegría y la profecía por ese Dios que no olvida sus promesas.

Allí, con María, asumimos que la muerte no tiene la última palabra.)

Paz y Bien

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