Una cuestión de mujeres

Para el día de hoy (26/04/11):
Evangelio según San Juan 20, 11-18

(El título de estas simples líneas puede desatar esa controversia habitual, aquella que ha de inquirir si nos hemos quedado en cuestiones de género.
Por supuesto que sí, pero más, siempre hay más.

El Dios de la Vida hecho hombre -uno más entre nosotros- eligió a una pequeña muchacha judía de una aldea ignota para asumir nuestra condición humana. En una contradicción total con la imagen de un Dios inaccesible y Todopoderoso, que desde un cielo recóndito impone órdenes ineludibles, este Dios -a esta mujer- le pide permiso.
Al Dios del Universo no le ha bastado hacerse hombre, y ha ido un paso más allá: se ha hecho un Niño frágil en brazos de María, su Madre.

La historia de la humanidad contiene el aliento cuando esa muchacha dice ¡Sí! desde las honduras de su corazón generoso, tierra perfecta para la semilla, inmaculada en toda su existencia.

Ese Niño Santo ha crecido, y ha salido a los caminos, en los márgenes del poder, desde la periferia de la vida; ha querido ser un hombre más, y para colmo de males un hombre pobre.
Se ha inclinado hacia el caído, auxiliado al enfermo, levantado al derrumbado, reintegrado al excluido, saciado el hambre de multitudes, declarado felices para siempre a los pobres y oprimidos.
Pasó haciendo el bien, y por eso mismo desató las furias de los que detentan el poder a partir del uso de la fuerza, y también de los opresores de almas, férreos defensores del status quo de los privilegios y las prebendas establecidas a partir del poder religioso.
Esas furias se convirtieron en violencia, en tortura, en humillación, en condena a muerte y muerte en cruz.

Ese Dios que es hombre, ese hombre que es Dios, Jesús de Nazareth, ha llevado en sus hombros al altar de las maderas cruzadas todo dolor y toda muerte para que nadie más tenga que morir.
Sufre para que nadie sufra, ama al extremo para desalojar todo odio.
En esos hombros doblegados y entre esas manos taladradas por clavos romanos está el dolor de sus hermanos dolientes, y el sufrimiento de los más pequeños. Pero también muere por los Anás y Caifás, por los Judas y los Pilatos, por los enemigos más encarnizados. Muere también por ellos y no tanto a causa de ellos.

Ese amor mayor del Crucificado no quedó en un hecho luctuoso; el amor jamás es estéril.
Se expresa el Dios de la Vida en el acontecimiento mayor de todo el universo, la Resurrección.
El Resucitado define de una vez y para siempre que la muerte no tendrá la última palabra, que todos vamos a resucitar, que nuestro destino no es de lágrimas y dolor sino, antes bien, de alegría y plenitud que solemos llamar liberación.

Así como una mujer ha abierto las puertas a ese Dios con nosotros desde su ¡Sí! infinito, otra mujer -compañera de María desde su corazón- será la que dará el primer paso para que todos se enteren que el Resucitado está vivo, que las tumbas ya son inútiles sitios vacíos, que la vida prevalece más allá de todo cálculo.

María de Magdala -en su tristeza y en sus miedos- sigue aferrada a ese amor por el Maestro que supone muerto; ese amor es fuerza y coraje, un valor extraño que la hace permanecer al pié de la cruz para que Jesús no muera en soledad, que la encamina al sepulcro prohibido cuando todos -en sus miedos y temores- se esconden.

Por ese amor entrañable -signo cierto del mismo amor de Dios para con todas sus hijas e hijos- superará la neblina del dolor y el llanto, y la tristeza se convertirá en alegría recobrada.

El Resucitado le dice y nos dice que hay mucho más que las lágrimas en las que nos anegamos, que hay que saber buscarlo, que no hay que aferrarse a viejas imágenes de nuestras limitaciones y conveniencias.
Él está vivo.

Esa mujer tendrá por misión ir allí, en donde se encuentran los hermanos de Jesús a dar la mejor de las noticias, y en ese andar y en ese testimonio de su alegría aún no comprendida, irá descubriendo y aprehendiendo el significado más profundo de que el Crucificado no está muerto, resucitó y vive entre nosotros)

Paz y Bien

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