La estatura de Zaqueo




Dedidación de las Basílicas  de San Pedro y San Pablo

Para el día de hoy (18/11/14) 

Evangelio según Lucas 19, 1-10



Como en la liturgia de ayer, seguimos en Jericó, en los arrabales de la Ciudad Santa, en el umbral mismo de la Pasión del Señor. Es por ello que todo signo y todo símbolo cobra especial relevancia, porque ese aparente final de horror y muerte es en realidad comienzo del tiempo definitivo.

También, como en el día de ayer, nos encontramos con un problema de visión, aunque sus orígenes sean distintos. En el caso de ayer, se trataba de un hombre no vidente.
Hoy se trata de un hombre cuya mirada se haya limitada por la multitud y a causa de su estatura.
Dos extremos: el ciego de las puertas de la ciudad, de la vera del camino languidece en la miseria absoluta; Zaqueo, como jefe de publicanos es inmensamente rico. Con notable habilidad literaria, el Evangelista los vincula a ambos, y así la riqueza de uno puede inferirse como causal de la miseria del otro con el transcurrir de los versículos.

Los publicanos eran judíos que recaudaban tributos para el ocupante imperial romano, es decir, que cobraban impuestos para el César con el respaldo fiero de las legiones estacionadas en la zona. Un publicano es un traidor, ferviertemente odiado por sus paisanos, y un impuro consumado por el contacto permanente con extranjeros y con monedas no judías. Pero ellos, abusando de su posición, extorsionaban y cobraban de más en favor propio, toda vez que la legislación vigente consideraba la evasión del tributo imperial como sedición y por tanto, causal de condena a muerte. Así, los publicanos sólo podían tener vida social con otros tantos de su mismo oficio, su vida religiosa era prácticamente nula y estaban clasificados por sus compatriotas con la misma vara moral de las prostitutas.

Zaqueo sabe que el rabbí galileo ha llegado a Jericó, y está movilizado en las honduras de su corazón. Ese Maestro a nadie rechaza, perdona antes que condena, habla de Dios de una manera tan nueva y esperanzadora que -intuye- hay una multitud de respuestas en Él, incluso respuestas a esas preguntas aún no formuladas, las preguntas fundamentales de toda existencia.
Zaqueo intenta infructuosamente divisar a Jesús de Nazareth, pero la multitud está abigarrada -no cabe un alfiler- y Zaqueo es bajito, ni dando saltos puede divisar siquiera una sombra fugaz del Maestro. Por eso no vacila en en subirse a un árbol, un sicómoro, para tratar de verlo desde las ramas. A veces no está mal irse por las ramas si ello nos aclara la visión. 
Zaqueo es petiso y eso le dificulta observar por entre el gentío. Pero más que eso, no vé bien porque ha decrecido en la estatura de su alma: la sujeción al dinero, la explotación de los demás, la corrupción cotidiana que se le ha enquistado lo empequeñecen, lo disminuyen al punto de no poder ver más allá de sí mismo. Esa pequeñez es muy distinta a la de María de Nazareth pues más que una pequeñez se trata de una bajeza estéril sin destino.

Pero esa subida al árbol revela que, en realidad, las primacías son siempre de Dios. Porque Cristo siempre se deja encontrar a pesar de toda dificultad por quienes le buscan con sinceridad y desde un corazón que languidece de hambre por el pan que no perece.

La cena en casa de Zaqueo es la celebración de ese Cristo que ha llegado a la vida de Zaqueo y se ha afincado en su corazón, restaurándolo en su estatura humana plena, que se convierte y repara todo el daño que ha podido causar por acción u omisión. Porque en el horizonte redescubierto de Zaqueo están nuevamente Dios y el prójimo.

Quiera Dios que podamos elevarnos para mirar a Cristo a los ojos. Dejarnos también descubrir por Él, y así celebrar y agradecer la vida recuperada desde lo alto.

Paz y Bien

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