Un apóstol impensado





Domingo Sexto durante el año

Para el día de hoy (15/02/15) 

Evangelio según San Marcos 1, 40-45




En el siglo I se le tenía espanto a la lepra, por su gran virulencia y por las exponenciales posibilidades de contagio en su faz de patología degenerativa, la que en cierto modo transforma en máscaras horrorosas las extremidades y el rostro de los pacientes. Al no conocerse cura ni tratamiento de contención, se solía aislar a los enfermos.
Hemos de tener en cuenta las posibilidades médicas de dos milenios atrás; recién en el siglo XIX, Gerhard Hansen descubre el factor desencadenante, a partir del cual la lepra se la conoce como el Mal de Hansen o también causada por el bacilo de Hansen.

Pero si bien en todas las culturas su impacto era funesto y hasta vergonzante, para los criterios religiosos imperantes de Israel la cuestión se agravaba. No sólo se consideraba lepra a una miríada de afecciones dermatológicas -forúnculos, tiña, dermatitis varias-, sino que su origen la aflicción de la lepra era un justo castigo impuesto por Dios a causa de los pecados, propios o de los padres.
Bajo estos criterios, un leproso debe ser aislado de la vida comunitaria no solamente por las altas probabilidades de contagio, sino porque es un impuro, indigno de pertenecer a los puros hijos de Israel, inhibido de integrarse a las celebraciones religiosas. A tal punto llegaba la condición de exclusión, que el leproso debía permanecer a no menos de cincuenta pasos de cualquier persona sana, vistiendo harapos y marcando su cabello con cenizas a modo penitencial, declarando a los gritos su condición de impuro, de inmundo.

Se trata de mensuras específicamente religiosas que involucran la totalidad de la existencia. Por ello quien definirá esta condición será el sacerdote, y él mismo el que readmitirá los improbables casos de cura -con rituales específicos-. La impureza ritual que se traslada a todos los órdenes de la vida es más contagiosa que el propio bacilo que es el agente contagioso: hay que evitar de toda manera a cualquier impuro so pena de devenir automáticamente en idéntica condición, en excluido, en aislado e indigno.

El Dios Padre bondadoso revelado por Jesús de Nazareth poco tiene que ver con estas ideas de castigo y discriminación, de elusión de los dolientes, y Él no se guardaba de declararlo abiertamente.

Es menester imaginarnos la situación, pues los enfermos aceptaban la condición conferida. De allí que el leproso que hoy nos presenta el Evangelista Marcos suplique al Maestro ser purificado, que no curado o sanado.
Pero en ese hombre hay una confianza enorme en la persona del Cristo, raíz de la fé cristiana, y es desde esa confianza que se atreve a quebrantar la triste regulación de mantener distancia, los cincuenta pasos mínimos establecidos.
El coraje, la valentía a la hora de ir contra corriente en lo inhumano es también distingo de aquellos que se dejan animar por esa Gracia de Dios que se brinda generosa e ilimitada.

El Maestro lo comprende, y por ello sana al enfermo pero le indica presentarse al sacerdote, pues éste es quien debe readmitirlo formalmente como apto, puro, válido para la vida en común. Este testimonio es signo contra y para aquellos que se aferran a las crueles normas impuestas.
A su vez, manda al hombre restablecido en su piel y en su alma que guarde silencio acerca de quien ha sido el causante de su bien. Se hace el bien en silencio, sin estridencias, como humilde ofrenda de bondad y compasión que no busca reconocimientos.

Sin embargo, ese hombre no puede callar, y se convierte en un apóstol impensado, y cuenta a todo aquel que quiera escucharle lo que le ha sucedido, el paso salvador de Dios por su vida, ese Dios que sólo quiere su bien, y es pilar de toda acción misionera y apostólica.
Por ello mismo Cristo ha de vivir en lugares apartados, pues Él mismo se ha convertido en un impuro absoluto, un hermano en las miserias y el dolor.

Con voz profética el Papa Francisco expresa sus ansias -que son las de muchos- de una Iglesia pobre.
Humildemente también nos sumamos a su ruego de una Iglesia pobre y leprosa, hermana incondicional de los excluidos, de los que nadie quiere, de los que el mundo descarta y desprecia, proclamando desde un silencio fraternal que el Dios de la Vida ha servido una mesa inmensa de vida compartida en la que todos tienen un sitio, y en la que nadie, por ningún motivo, ha de faltar.

Paz y Bien

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