La piscina de Bethesda



San Patricio, obispo - Memorial

Para el día de hoy (17/03/15) 

Evangelio según San Juan 5, 1-3a. 5-16




La piscina de Bethesda -también llamada de Betzatá por encontrarse en el valle de ese nombre- se encontraba cerca de la llamada Puerta de las Ovejas de Jerusalem. Su construcción respondía, en parte, a las enormes cantidades de agua que requería el culto en el Templo, tales como abluciones y purificaciones; de tal modo, allí se lavaban las ovejas y corderos que estaban destinados al holocausto sacrificial, animales puros entre puros. Así, principalmente por ello se consideraban sus aguas de carácter curativo, toda vez que la salud y su ausencia -la enfermedad- se adjudicaba al pecado: la pureza de los animales puros allí lavados le confería dotes terapéuticas, junto a cierta tradición que mentaba que un ángel agitaba las aguas en determinado momento, volviendo sanador su fluir.
Cerca de allí, renombrados rabinos enseñaban a sus estudiantes.

En la piscina de Bethesda era habitual encontrarse con un nutrido grupo de dolientes, enfermos, tullidos, paralíticos, que esperaban sin tiempo la posibilidad de un aleteo angélico o de una cura milagrosa.

Terrible contraposición aquella: de un lado se enseñaban las cosas de Dios, y a sólo un paso languidecían los pobres y los enfermos, librados a su suerte y a cierto criterio que consideraba las enfermedades consecuencia de castigos divinos por los propios pecados o por los de los padres, condición suficiente para devenir en impureza ritual, en exclusión religiosa.

Un hombre está allí, a la vera de la piscina. Solo puede denotarse que vive porque respira, pero es una existencia aplastada y su símbolo es un mundo acotado a su camilla, sin esperanza ni futuro posibles, total resignación. Treinta y ocho años así, sin una mano que lo asista para, tal vez, sumergirse en las bondades de esás aguas y quizás sanar.
Hay un símbolo que destella: cuarenta años es toda una generación. Cuarenta años fué el peregrinar de los que habían sido esclavos por el crisol del desierto hacia la tierra prometida de la vida plena. Cuarenta días ayunó el Maestro, asumiendo los golpes de nuestras debilidades. 
Ese hombre, tras treinta y ocho años de olvido y dolor, es casi una existencia perdida, diluida en las penas.
Su desierto solitario es demasiado largo, y sólo la mirada de Cristo lo advierte.

Pero estamos en un tiempo nuevo, distinto, definitivo. Por más bordes y quebradas que se aparezcan, no hay otro absoluto que el amor de Dios. Él ha padecido treinta y ocho años, y le faltan dos para llegar a la tierra prometida, y no se trata de completar un calendario. Se trata de aceptar el año de la Gracia, el año de la Misericordia, para que la vida sea completa, para que la existencia sea plena, para colocarse al hombro toda camilla de postración y ponerse a andar.

La sanación acontece un sábado, y es toda una definición: no puede jamás postergarse, por ningún motivo, el socorro al necesitado. Y el culto primordial al Dios de la vida es la caridad y la compasión ejercidas incondicionalmente con el prójimo que edificamos, por más rabias que ello desate, por más amenazas que ciertas mentalidades severas quieran impedirlo, aún cuando lo hagan en nombre de Dios.

Gracia y Misericordia, la mirada de Cristo, los ríos de agua viva que nos purifican el alma, la Cuaresma.

Paz y Bien

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