De la creencia a la fé cristiana



Para el día de hoy (04/05/15):  

Evangelio según San Juan 14, 21-26



Normas y códigos. Preceptos y observancia. Libros y formación. Todo ello es bueno, es dable y recomendable.
Los problemas comienzan cuando dejan de ser medios y se convierten en fines, en techo, en absolutos. Pero nosotros, por el bautismo, tenemos un destino distinto, un destino que debe ser edificado -nunca escrito en soledad-, un destino que tiene por techo los cielos, el infinito.

Adherir a una idea o a un sistema de ideas, comprometiendo toda la vida, también es laudable. Tiene que ver con compromiso, con renuncia a medias tintas. Y cuando se trata del ámbito religioso, ese sino valioso se incrementa.
Por supuesto, no podemos ignorar aquí los fundamentalismos de cualquier laya. Tienen todos en común el absolutismo del desprecio hacia el otro, hacia lo que es distinto o disidente, su carácter exclusivista y sectario, su justificación de toda brutalidad. En gran parte, suelen enraizar en lecturas lineales sin trascendencia, y en el ámbito cristiano -en la misma Iglesia- no nos son desconocidos estos crueles extravíos.

Pero cuando hablamos de fé cristiana, todas esta cuestiones quedan en un segundo plano. 
La fé cristiana es mucho más que una creencia, es decir, mucho más que la adhesión a las enseñanzas de Jesús de Nazareth; aquí redundaremos un poco, afirmando sin ambages que esa adhesión en sí tiene un rasgo muy valioso.
Porque la fé cristiana es don de Dios, don y misterio, e implica unirse de manera totalmente personal a ese Cristo que es nuestro hermano y nuestro Salvador. Es dejar que la presencia de Cristo en la propia existencia nos transforme de una vez y para siempre, y que cada día sea un milagro pleno de asombros. Es vivir como Él vivía, amar como Él amaba, y guardar en el corazón y en la cotidianeidad sus enseñanzas no tanto por pertenecer...sino porque amamos. Porque le queremos sin desmayo.

Fé que es don y misterio de amor, porque nos descubrimos hijas e hijos amadísimos de ese Dios del universo cuyo rostro resplandece en Jesús de Nazareth, y a partir de esa primacía actuamos en consecuencia amorosa.
Así, se disuelven todas las tentaciones de fronteras que el mundo gusta de imponer. La familia se agranda por amores, no por número ni por adeptos. Y porque nunca estaremos solos.

El fuego del Espíritu seguirá alimentando por siempre el rescoldo de la fé que nos sustenta.

Paz y Bien
 

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