El llanto por la ciudad



Para el día de hoy (19/11/15): 

Evangelio según San Lucas 19, 41-44



Jesús de Nazareth era un fiel hijo de su pueblo, de las tradiciones de sus mayores, de la historia de su nación. 
Se encamina decidido hacia su Pasión, en absoluta libertad a pesar del horror ominoso que se asoma. Lo acompañan los discípulos y, junto a ellos, una multitud que le sigue por diversos motivos, la mayoría de ellos conceptos erróneos de su misión redentora, de su identidad mesiánica.

Pero con Jerusalem a la vista, sus ojos están anegados por la tristeza en un mar de lágrimas. La escena es sobrecogedora: aún con los Doce, aún rodeado de la multitud, se trata de un hombre que llora ante el destino terrible que le espera a su patria.
Como todo profeta -y más que un profeta- tiene una mirada profunda y distante, y lector excelente de los signos de los tiempos, sabe lo que la historia le depara a la Ciudad de David: años después de su muerte y Resurrección, por el año 70, las legiones romanas de Vespasiano y Tito aplastarán brutalmente el conato de rebelión contra la opresión romana que encabezarán los severos zelotas.
Las legiones no se limitarán a combatir a los insurrectos: pasarán por las armas a miles, combatientes o pacíficos ciudadanos, y a otros tantos los venderán como esclavos, y arrasarán la ciudad comenzando por el Templo, del que sólo quedarán algunas lajas de una pared externa -el Muro de los Lamentos-, condenando así al pueblo judío a siglos y siglos de una Diáspora harto dolorosa, un pueblo que se quedará sin tierra, sin Estado, sin nación ni símbolos propios que los identifiquen.

La Ciudad Santa lleva por nombre Jerusalem, que es la mixtura de dos términos: Yherushalaim, Ciudad del Shalom, Ciudad de la Paz.
Pero la paz no se obtiene enarbolando nombres adecuados, a pura declamación. La paz es una labor cotidiana, se edifica con muchísima paciencia, desde la tolerancia y a partir de sólidos cimientos de justicia.
Y para los creyentes, la paz es un don de Dios que se confía a nuestras manos y que debe cuidarse como un tesoro muy valioso que no puede perderse de ninguna manera. O peor aún, rechazar ese regalo que se nos ofrece sin condiciones, a pura generosidad.

A veces parecería que no sabemos llorar. O que no hemos llorado lo suficiente, para purificarnos de demasiados espíritus malos que permitimos se nos alojen dentro del pecho. Demonios de creernos mejores que otros. Demonios infames de ejercer la violencia en nombre de un dios espantoso. Demonios de la opresión, del descarte humano, las aves negras del narcotráfico y las esclavitudes que parecen perennes. Los demonios habituales de una niñez olvidada y los demonios cultores del dios dinero.
Todos cultores de sacrificios humanos, pues en las aras solemnes de la soberbia y el egoísmo se sacrifica al prójimo.

Quiera Dios que sepamos llorar de verdad, y a partir de allí, poner manos a la obra, como simples operarios en la edificación de otro tiempo y otro mundo, el Reino entre nosotros.

Paz y Bien 

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