La profetisa Ana, la bendición de una abuela




Para el día de hoy (30/12/15) 

Evangelio según San Lucas 2, 22. 36-40





No era fácil la vida para las mujeres en tiempos del nacimiento y ministerio de Jesús de Nazareth, carecían de derechos legales y religiosos, y se encontraban -para la religiosidad imperante- varios escalones morales por debajo del varón. En parte por ello, tenían su propio espacio dentro del Templo de Jerusalem, acotadas a la plegaria externa sin posibilidad de aprendizaje formal de las Escrituras, ni voz para comentar la Palabra, ni modo de reivindicar sus derechos.
En cierto modo, la mujer dependía en un todo del varón, es decir, como hija de su padre, como esposa del marido y, las que llegaban a la vejez, de la protección de los hijos. Por eso mismo es que las viudas sin respaldo estaban consideradas a la misma altura de los huérfanos, frágiles y desprotegidas, hijas seguras de la miseria y el abandono.

Teniendo en cuenta lo precedente, el personaje que nos presenta el Evangelista Lucas es tan extraño como entrañable: se trata de una mujer llamada Ana, de ochenta y cuatro años de edad y viuda, hija de Fanuel, de la tribu de Aser.
Su edad avanzada la exponde a las debilidades de salud propias de una abuela. Su condición de mujer no le facilita las cosas, y además es viuda, lo que amplifica la precariedad de su vida. Sin embargo, un tiempo nuevo y asombroso ha dado comienzo en Belén de Judea: Ana es una profetisa que sirve a Dios en el Templo con ayunos y oraciones. Aunque no tenga reconocimiento oficial, humildemente tiene un rol sacerdotal del que nunca reniega ni tiene mella en su constancia. Pero ante todo es profetisa, es decir, que escucha atentamente la voz de Dios en su corazón y de parte de ese Dios tiene cosas para decir a los demás.

Ochenta y cuatro años de edad, setenta y siete de servicio y esperanza. Y se encuentra, al igual que Simeón, con la Sagrada Familia que se hace presente en el Templo. Sus ojos ancianos se encienden frente al niño santo, y quizás todas esas décadas no ha sido tanto tiempo; sí en cambio, es el tiempo preciso, exacto, tiempo maduro de Salvación.
Como mujer sencilla, como abuela del corazón, seguramente sus caricias sean una bendición para ese Bebé que la engrandece y plenifica con su presencia. Y habla a todo el que quiera escucharle, a todo el que espera la Redención de Israel acerca de ese Niño, puente santo de abuela eterna entre Dios y el pueblo que sigue en pié, que sigue esperando fiel, un pueblo que busca a su Dios en ese Templo inmenso y lo encontrará en ese Niño pequeño y frágil.

En la cotidianeidad y en los gestos bondadosos de los humildes encontraremos nuevamente al Dios que se nos ha perdido. Hay entre nosotros muchas profetisas, muchas abuelas sagradas que sostienen, con su piedad y su servicio a toda esta familia que es la Iglesia, y que aún tienen muchas cosas valiosas para decirnos.

Paz y Bien


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