Los cielos se abren








El Bautismo del Señor

Para el día de hoy (08/01/17):  

Evangelio según San Mateo 3, 13-17






El surgimiento del ministerio de Juan el Bautista implicó un desplazamiento crucial cuyas implicaciones no se advirtieron en su tiempo -y quizás ahora- en su total dimensión: Juan convoca a la conversión y a la justicia desde el desierto, y bautiza a orillas del río Jordán, con el sencillo y profundo gesto de sumergir a cada persona en las aguas. Ese sumergirse simboliza el morir a lo viejo, y emerger a una nueva vida en Dios.

Juan ha renegado abiertamente de ropas lujosas, de banquetes y palacios y de todos los símbolos del poder; su integridad estremece y pone en evidencia la corrupción de tantos. El camino santo, la bendición de Dios no pasa por el Templo, por su construcción imponente, por los ritos complejos estrictamente tabulados, sino escuchando la voz del profeta y convergiendo a una nueva vida en la justicia. 
Así el pueblo acudía de manera creciente a bautizarse y a abdicar de sus pecados, mientras la religiosidad oficial seguía empeñada en detectar heterodoxias y en celar de ese hombre que parecía cercenarles, con cada minuto que pasaba, el poder que detentaban y que oprimía al pueblo.

Por entre esa gente que llega hasta el río para ser bautizada, camina un joven galileo de Nazareth -tan joven como Juan, se llevaban sólo seis meses-, pobre y humilde, y su tonada provinciana delata su origen. Ese joven es judío hasta los huesos, ha bebido las tradiciones de sus mayores en el calor de su hogar nazareno durante treinta años y no se desentiende de los suyos; como uno más, concurre a su Bautismo.
El Bautista tiene una mirada profunda que atraviesa toda superficialidad, la mirada de los profetas, la mirada de los hombres de fé. Ese joven es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, aquél en quien se cumplen todas las promesas, aquél que su pueblo espera desde hace tanto tiempo.

Es claro: Juan se opone. Él bautiza con agua, pero ese joven es el que viene a bautizar con el fuego del Espíritu, aquél Go'El del cual Juan no es digno de desatar sus sandalias. Cree, con razón y corazón, que ese joven debe bautizarle a él y no a la inversa. 
Pero Jesús insiste: pide que Juan lo bautice porque conviene al plan de Dios, cumpliendo toda justicia.

Una mirada superficial se quedaría en una caracterización moral que destaque un gesto humilde. 
Sin embargo, hay más, siempre hay más.
El Cristo que se bautiza como el resto de su gente expresa la profundísima solidaridad de Dios para con su pueblo agobiado por el pecado, que busca purificación, conversión y liberación, y que languidece por la justicia ausente. Precisamente, el Cristo que se bautiza es la señal exacta del Reino aquí y ahora, entre nosotros, un Mesías tan parecido y cercano al pueblo que asusta y hasta confunde, pero que es causa de todas las esperanzas.

Los cielos se abren con un Dios que se complace en el ministerio del Hijo, el Hijo predilecto por el cual todos los hombres de todos los tiempos se vuelven hijos queridísimos y predilectos de Dios, templos vivos de su Espíritu.
Los cielos se abren cuando los amigos del Maestro encarnan en sus vidas cotidianas justicia y liberación a partir de la Buena Noticia que los convoca, el Cristo que tanto ha hecho por ellos.
Los cielos se abren y, desde la fé, podremos escuchar la voz de un Dios que es Padre anunciando el tiempo nuevo y definitivo del amor y la misericordia.

Paz y Bien





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