Redes que no se rompen







Para el día de hoy (21/04/17):  

Evangelio según San Juan 21, 1-14



Nada es azaroso ni casual en los Evangelios. Todo tiene un significado, ventanas al infinito a través de los símbolos. 
Así, el sitio en donde transcurre la escena es el mar de Galilea, sitio conocido por el Maestro y sus amigos, pues eran de la zona muchos de ellos. Sin embargo, el Evangelista indica que nos encontramos en el mar de Tiberiades, de resonancias paganas -no judías-, silencioso indicio de que la misión no debe encerrarse, que es menester navegar hacia los gentiles, es decir, hacia todos los pueblos. Ello se reafirma en el número de los apóstoles que entran en escena, siete y no once, otro indicio de la universalidad de la misión pues el número siete remite en la simbología bíblica a todas las naciones de la tierra, una Iglesia que no se cierra en sí misma sino que se abre a todas las gentes.

Pedro toma la decisión individual de ir a pescar y los demás le siguen. Mayormente, ellos son pescadores experimentados, que durante años ganaron su sustento en esas aguas; tiempo atrás, el Maestro los convocó en una confianza infinita, para ser pescadores de hombres. En este caso, deciden regresar a la falsa seguridad de lo viejo y conocido, lo anterior sin tantos problemas ni riesgos: la noche que los circunda, los esfuerzos vanos sin frutos son la señal de una Iglesia que se desmadra en grandes planes pero que olvida lo principal, seguir al Señor, escuchar su Palabra, confiar en su presencia.

Con todo y a pesar de todo, aún cuando no lo vean, el Señor está siempre allí, en la orilla. 
Es menester escuchar su voz, hacer lo que Él diga tal como nos decía esa mujer y madre de Nazareth. Seguir confiando sin resignaciones, a pesar de que una realidad cruda nos diga lo contrario, que nada cambiará, que todo seguirá igual.

Cuando se escucha su Palabra, la pesca deviene milagrosa en sus múltiples frutos, peces que se mantienen con vida en esas redes asombrosas que no se rompen, pues la Iglesia puede contener a todos sin resquebrajarse en las redes humildes e inalterables de la caridad y la compasión.

Con el Discípulo Amado, como el Discípulo Amado, reconocemos al Señor en la mesa compartida de la Eucaristía.

Paz y Bien

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