Las cosas del César no son cosas de Dios








Para el día de hoy (06/06/17):  

Evangelio según San Marcos 12, 13-17




En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, Judea era una provincia lejana del Imperio Romano. Conquistada por la vía militar, había sido anexionada como territorio imperial, designándose habitualmente un gobernador que regiría los destinos provinciales, en obediencia y subordinación al César mediante el terrible respaldo que le brindaban las legiones estacionadas en la zona.

El origen de los tributos a los que los pueblos sometidos estaban obligados responden a diversas variables. Por un lado, aumentar los ingresos del erario imperial; por otro, manumitir a las mismas legiones que sostenían la soberanía del imperio, toda vez que mantener operativas tales fuerzas de combate durante mucho tiempo -inclusive, más allá del tiempo de guerra, como fuerzas de ocupación- implicaba ingentes y gravosos desembolsos del fisco. Pero también hay una cuestión simbólica: tributum, en su raíz etimológica, significa botín de guerra o aquello de lo que se apropia mediante la conquista o la fuerza.
Así entonces, Roma aplicaba a los territorios y naciones que sometía tributos directos e indirectos. Entre los directos es posible distinguir el tributum soli, tributo que se pagaba de acuerdo a las propiedades que se usufructuaban, porque por soberanía las tierras son el Emperador y nó de los eventuales propietarios. También existía el tributum capiti, cuyo fundamento se encontraba en la cantidad de cápitas o vasallos que habitaban la tierra sometida; por eso cobra relevancia el censo ordenado por el emperador Augusto al tiempo del nacimiento de Jesús, pues era el método de saber con certeza cuanta gente le obedecía y cuanto dinero podía recaudarse. Una matemática del poder demoledora.
También se aplicaban impuestos indirectos, relativos a las transacciones comerciales, al ejercicio de artes y oficios, al uso del espacio y servicios públicos -carreteras, acueductos, etc.-.

A todo ello, el pueblo judío también debía pagar los tributos para el sostenimiento del Templo, del culto y los sacerdotes, con más aquellas obligaciones fiscales que los poderosos de turno como Herodes solían gravar.

Pero políticamente la evasión impositiva de los tributos imperiales se castigaba con la pena capital, pues era considerada sedición. Allí estaba la fuerza brutal legionaria para aplastar cualquier conato de rebelión.

Los hombres que se acercan al Maestro son enviados por los dirigentes religiosos con interés avieso. No hay ansias de verdad en ellos, y acontece una extraña alianza, la de fariseos y herodianos. Ellos habitualmente se detestaban, a veces con un odio fervoroso. Sin embargo, aquí el problema no está en ellos sino en ese Cristo que parece amenazarles el poder que detentan.
Los fariseos rechazaban -en teoría- el pago del tributo imperial, pues consideraban que así se profanaba la santidad de la tierra que Dios les había legado a sus padres, y se contaminaban de impureza ritual por el contacto con extranjeros/gentiles. Los herodianos, por el contrario, prestaban su conformidad pues quien avalaba y garantizaba el poder de los tetrarcas vasallos como Herodes el Grande y su hijo Antipas era el propio César. Allí hay una evidente cuestión de poder político.
No obstante, ambos grupos pretenden tenderle una trampa dialéctica al Maestro: si Él se aviene a declarar la licitud del tributo, será repudiado por el pueblo que lo escucha con fervor, mientras que si rechaza abiertamente la obligación, será apresado y ejecutado como un sedicioso. Un negocio redondo por donde se lo mire.

El Maestro es el mejor conocedor de las cosas que se tejen en los corazones de las personas, y entiende perfectamente la intencionalidad oculta de lo que le están preguntando.
La pregunta es falaz, es un razonamiento que induce a error. Implica encerrar todo en dos líneas del silogismo, moralina única en donde la ética no se cuestiona.

La moneda pedida por el Maestro -un denario- tiene grabada la inscripción que reza: Tiberius Cesar Divi Avgvsti Fenix Avgvstvs / Pontifex Maximus, anverso y reverso de la moneda. Tiberio César, dios romano como Divino Augusto, pontífice máximo de su propia deidad.
No se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero, y sin dudas, el emperador no es Dios.

Mucho se ha tejido en torno a lo que responde Jesús de Nazareth, dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Mucho también se argumentará en separar las cuestiones ciudadanas o de obediencia a los poderes establecidos frente a las cuestiones religiosas.

Pero hay que dar un paso más, en la mansa libertad de la Gracia.

Del César es el imperio, es el poder que se impone, la fuerza brutal, el dominio, el dinero, la sumisión a estructuras que humillan la condición humana, la justificación de todos los medios en pro de conseguir fines precisos.

De Dios es la vida, la vida en plenitud, la compasión, la misericordia, el servicio, el amor. Todo aquello que no se puede comprar porque no sólo no tiene precio sino también porque es fruto del dar y darse, del salir de uno mismo, del vivir por y para los demás, de un Dios que resplandece en el rostro de los pobres y los olvidados.

Paz y Bien

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