Trabajadores necesarios, corazones dispuestos









Para el día de hoy (11/07/17) 

Evangelio según San Mateo 9, 32-38





Al sumergirnos en las profundidades de este pasaje, es menester tener en cuenta el ámbito en donde se desarrolla la escena: la Palabra nos sitúa en la sinagoga, en plena celebración del Shabbat. Era el día santo y el momento específico de la semana para todo varón judío que se preciara como tal, en el que se oraba en la sinagoga junto a la congregación -tal es la traducción literal del término sinagoga, congregación-, se escuchaban lecturas de la Torah y los profetas, se los comentaba y se debatía.
Las normas para la asistencia eran muy rígidas: tenían vedada la entrada los niños, pero muy especialmente los impuros, es decir, aquellos que la Ley consideraba indignos por enfermedades o acciones productos del pecado. Las mujeres tenían un reducido espacio separado, y carecían de derecho a opinar, espectadoras pasivas de la fé.

Por todo ello, que en medio de la nutrida asistencia le presentaran al Maestro a un hombre sin habla, cuya enfermedad se atribuía a un espíritu demoníaco, no sólo era infrecuente sino hasta escandaloso. Ese hombre no tiene derecho a estar allí, y mucho menos Jesús de Nazareth a recibirle como un igual y a hacer algo por él.
Como si no fuera suficiente, el amor de Dios que desborda en Cristo obra maravillas, y hay un alma purificada y una voz recuperada. Pero la infracción criticada ahora deviene, en los corazones de esos hombres severos, en afrenta intolerable. Hay que trasladarse por un momento al plano simbólico: un hombre sin habla es un hombre que no se puede comunicar con los demás, que no puede expresar lo que piensa y siente, y sobre todo, es un hombre incapaz de proclamar su fé.

Ese hombre mudo es Israel envejecido y envilecido por un cúmulo de normas estrictas y preceptos rígidos sin corazón y sin Dios. Y a veces también ese Israel es -dolorosamente- la misma Iglesia.

Pero contra todo pronóstico, es el tiempo de la Gracia y la Misericordia, tiempo santo de Dios y el hombre, de un Dios decididamente inclinado a todas esas multitudes derrengadas de dolor, como bajas dolorosas de tantas guerras, como ovejas extraviadas por falta de cuidado, como simples objetos librados a su suerte.

Cristo es la constante referencia a desterrar cualquier adjudicación azarosa al acontecer humano. Así como no hay casualidades sino más bien causalidades, así también no vacilaremos en afirmar que en Dios está nuestra suerte y nuestro destino.

Sin embargo, la tarea es enorme. Es imprescindible la súplica por nuevos obreros, pues la mies es abundante; pero esa plegaria no es solamente el rogar por otros distintos de nosotros, sino también ponerse en la sintonía misma de Dios. De corazones dispuestos, de la escucha atenta que surge de la oración, nace y se descubre la misión.


Paz y Bien

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