Cristo presente en todas nuestras noches y tormentas












Nuestra Señora del Valle

Para el día de hoy (14/04/18):  

Evangelio según San Juan 6, 16-21







Ya se había alimentado a esa nutrida multitud en el campo, en medio de la nada. Todos se habían saciado y quedaban doce canastas llenas. Los discípulos, entre tanto, se dirigieron a la costa y se embarcaron en una barca -quizás la de Pedro- en dirección a Cafarnaúm que se ubicaba en el otro margen del mar de Galilea, probablemente a la casa familiar de Andrés y Pedro.

El primer dato importante es que ellos van solos. La ausencia de Jesús de Nazareth a bordo es ante todo cordial: la multitud, montada en el potro bravo de la euforia, había intentado coronar al Maestro como su rey, un monarca poderoso que escuche a los pobres y dolientes, un rey de gloria que restaure la nación judía libre de todas las opresiones que la aplastan. Los discípulos estaban muy cerca de esos pareceres, pues también ellos tenían enquistada esa imagen de un mesías que se impondría por la fuerza a los enemigos, un caudillo santo, un jefe incuestionable; no habían comprendido el verdadero y real carácter mesiánico del Señor. Por eso es que van solos y por eso es que el Señor se vá, pues le es ajeno el poder mundano, los rótulos vanos, lo que aquí se considera superior.

Así también cada vez que nos borroneamos un ídolo falso a medida de nuestras necesidades, y no dejamos que Dios sea Él mismo en nuestros corazones. Eso es navegar solos por acción, por elección y también por omisión.

La noche cerrada remarca la ausencia de Cristo en la barca. Las oscuridades y tinieblas que lastiman a tantos desde la frágil barca de la Iglesia indican también el olvido del Resucitado, la indifelidad a quien se ha quitado del navegar hace ya tiempo.
El fuerte viento que agita el mar y las tranquilidades señala que el calado es pequeño, que la barca es frágil, que las tormentas nos superan con facilidad. A veces quizás sean dables y deseables los temporales para recordar lo pequeños que somos, la debilidad que nos constituye.

Un Cristo que camina apacible sobre las aguas turbulentas los reviste de temor, pero no es un miedo a un fantasma ante sus ojos, ni a un espíritu confuso que los confunde. Él expresa sin ambages -Yo Soy-, expresión divina del santo Nombre de Dios, cuya presencia despeja todos los males que aquejan y acosan las existencias de los hombres.
El temor de los discípulos es reverencial pues son testigos de una teofanía, de una inequívoca manifestación de lo divino, y contra toda especulación llegan a buen puerto, llegan a la costa, una costa que en el maremagnum del miedo les parecía demasiado distante pero en realidad estaba cercana.
A veces en las crisis nos parece que todo termina allí pues se nos disuelven las perspectivas y se nos desdibuja el horizonte.

Pero la presencia poderosa del Señor jamás nos abandona, el mismo Señor que nos sana de todas las dolencias, el mismo Señor que multiplica los panes y nos colma de Dios.

Quiera el Espíritu que recuperemos una honda capacidad de reverenciar esa presencia sagrada y salvadora de Dios en todo nuestro andar, en el pan compartido, en medio de su pueblo.

Paz y Bien  

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